Sus Anécdotas

SU MENSAJE EN ANÉCDOTAS

La importancia de saber reír

Las anécdotas nos encantan a todos, nos identificamos con el alma popular, con el poeta-pintor que todos somos y llevamos dentro: ese artista anónimo que,

con el oro fino de la fantasía,

dora los harapos de la realidad”.

Para el pueblo sencillo, lo más llamativo de la vida de los hombres grandes son, de ordinario, las sabrosas anécdotas que de ellos se cuenta: revelan el sentido del humor, la gracia de saber reír, el carisma de evangelizar como los niños inocentes. Mensajeros de la jovialidad de Dios, los niños se ríen de sí mismos y de muchas seriedades que, para ellos, revisten la solemnidad de ritos religiosos.

El Papa Juan XXIII, de imperecedera memoria, era la buena nueva de un niño de 80 años; se reía de él mismo candorosamente y proclamaba a la faz del mundo entero esta verdad, más grande que la basílica de San Pedro: “Cuando los clérigos sean capaces de reírse de sí mismos, perderán los demás la oportunidad de reírse de ellos”.

Uno de esos clérigos ha sido, entre nosotros, Monseñor Leonidas Proaño: contaba anécdotas con singular gracejo y sabía reírse de él mismo con una risa franca, contagiosa, liberadora.

Muchas anécdotas se cuentan de este hombre extraordinario, de este cristiano ejemplar, de este Obispo inolvidable, que sigue evangelizando aun después de muerto.

Para alegría del pueblo ecuatoriano, especialmente de los jóvenes, de los pobres y de los niños, van aquí algunas de esas anécdotas, que nos recuerdan estas palabras de Cristo: “Si ustedes que no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los cielos” (Mt. 18,3).

1.- Dormido en la Catedral de Ibarra…

Un día de tantos, entrada ya la noche, el Canónigo Proaño entró a orar en la catedral y, como estaba cansado de tanto trabajo, se dejó vencer del sueño. El Canónigo dormía plácidamente. Me imagino que el Señor lo miraba sonriente y parecía decirle: “Duerme, duerme, amigo mío; no es ningún pecado que un Canónigo se duerma en la catedral”…

Cuando se despertó, halló ya cerradas las puertas. No tenía por dónde salir. Y el Reverendísimo Señor Canónigo se subió al campanario y tocó las campanas a rebato… Acudieron asustados los vecinos, se rieron de ver al Canónigo en semejante aprieto, y llamaron al sacristán para que abriera la puerta.

Al contar esta anécdota, Monseñor Proaño se reía de él mismo y de todos los Canónigos que se duermen en la catedral…